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e sucedió al papá de un amigo, lo contó el vecino, pasó en el pueblo
del abuelo. Son relatos que entretienen muy bien en la sobremesa o en una noche
lluviosa sin luz. Pero cuando dos esposos jóvenes tienen que salir huyendo de
su casa recién alquilada en Villa Nueva y prefieren callar por miedo a que los
tachen de locos, estos cuentos de fantasmas dejan de parecer tan divertidos y
se vuelven menos explicables.
Sucedió a finales del año pasado. Ruth Godoy y su esposo, Luis Grajeda,
acababan de alquilar una casa en un moderno residencial de Villa Nueva. Era una
vivienda ubicada a pocas cuadras de un conocido centro comercial, con
habitaciones amplias y un precio razonable. Ruth, una estilista de 24 años,
esperaba hacerse de nueva clientela en el condominio; y Luis, un taxista
treintañero, podría estar cerca de su esposa y su bebé de un año que empezaba a
caminar.La emoción, sin embargo, les duró poco. Desde que se mudaron a mediados
de octubre comenzaron a ocurrir cosas extrañas que fueron subiendo de tono,
hasta que los esposos tuvieron que abandonar la casa antes de que terminara el
año.
Todo empezó con ruidos en la madrugada, que parecían provenir del primer nivel, recuerda Ruth. Era como si arrastraran las sillas, cerraran una puerta o acomodaran un sofá. Pero su esposo siempre la convenció de que eran los vecinos de al lado.
El primer susto vino pocos días después. Ruth estaba bordando un cuadro en la sala y Alexandra, su hija, estaba junto a ella. La mamá, que la acompañaba durante el día, estaba en la cocina. “Fue cosa de un instante: vi a la nena y al subir otra vez la vista ya no estaba. Le pregunté a mi mamá si estaba con ella y me dijo que no”, relata. Las dos mujeres empezaron a buscar a la niña y, de pronto, la oyeron gritar en el segundo nivel. “Sentí un escalofrío horrible, ¿cómo había llegado hasta ahí la nena si apenas podía subir una grada? Nos quedamos muy asustadas”.
Todo empezó con ruidos en la madrugada, que parecían provenir del primer nivel, recuerda Ruth. Era como si arrastraran las sillas, cerraran una puerta o acomodaran un sofá. Pero su esposo siempre la convenció de que eran los vecinos de al lado.
El primer susto vino pocos días después. Ruth estaba bordando un cuadro en la sala y Alexandra, su hija, estaba junto a ella. La mamá, que la acompañaba durante el día, estaba en la cocina. “Fue cosa de un instante: vi a la nena y al subir otra vez la vista ya no estaba. Le pregunté a mi mamá si estaba con ella y me dijo que no”, relata. Las dos mujeres empezaron a buscar a la niña y, de pronto, la oyeron gritar en el segundo nivel. “Sentí un escalofrío horrible, ¿cómo había llegado hasta ahí la nena si apenas podía subir una grada? Nos quedamos muy asustadas”.
Luis Grajeda nunca ha creído en historias de espantos, y cuando Ruth le
contó que a la niña “la habían cambiado de lugar”, le sugirió dejar de ver
tanta tele.
Pero Ruth ya no estaba tranquila. Había algo en esa casa, recuerda, que le hacía sentir miedo. Luis llegaba tarde de trabajar, pero ella siempre lo esperaba despierta, porque ya no conciliaba bien el sueño. Y, al parecer, a su empleada le pasaba lo mismo.
La muchacha de 15 años, que dormía en el sofá de la sala familiar, le contó que una noche le jalaron la sábana. “Yo creí que era usted, pero cuando abrí los ojos vi a una mujer despeinada, vestida de blanco, que bajó las gradas como volando. Quise gritar, pero no me salió la voz”, le narró. Ruth la quiso convencer de que estaba soñando, pero no logró persuadirla para que se quedara.
Pero Ruth ya no estaba tranquila. Había algo en esa casa, recuerda, que le hacía sentir miedo. Luis llegaba tarde de trabajar, pero ella siempre lo esperaba despierta, porque ya no conciliaba bien el sueño. Y, al parecer, a su empleada le pasaba lo mismo.
La muchacha de 15 años, que dormía en el sofá de la sala familiar, le contó que una noche le jalaron la sábana. “Yo creí que era usted, pero cuando abrí los ojos vi a una mujer despeinada, vestida de blanco, que bajó las gradas como volando. Quise gritar, pero no me salió la voz”, le narró. Ruth la quiso convencer de que estaba soñando, pero no logró persuadirla para que se quedara.
La pequeña Alexandra dormía en una cama ubicada junto a la de sus
padres. Una noche, Ruth sintió que jalaron a su hija hasta botarla. Al encender
la luz, la halló gritando debajo de la cama, hasta el fondo. La siguiente vez
no hubo caídas: la niña empezó a llorar a medianoche. Tenía tres aruñazos en
cada mejilla.A Luis seguían pareciéndole inventos de su esposa, hasta que su
suegra y su cuñada lo hicieron quedarse pensativo. Le contaron que, de golpe,
se les había cerrado con llave la puerta de la sala, pese a que no había aire,
mientras la bebé dormía adentro. Fueron a pedirle a la vecina un cuchillo para
abrir la puerta, y ella les contó que en esa casa “espantaban”. Les relató que
una noche calurosa, ella y sus dos hijas adolescentes estaban en el parquecito,
frente a la casa de los Grajeda, cuando vieron a una mujer de cabellos
desaliñados y vestido blanco pasar frente a la ventana, en el segundo nivel,
como volando. Antes de Navidad, los Grajeda, una familia cristiana evangélica,
realizaron un convivio familiar en su casa. Estaban todos en la sala cuando a
la madre de Luis le sonó el celular. Era una llamada desde el teléfono de Ruth,
pero el aparato estaba en la habitación (donde no había nadie), no tenía saldo
ni tarjeta y el teclado estaba bloqueado. Todos se pusieron a orar. Los dos
meses y medio que vivió allí, Ruth los pasó deprimida. Cuenta que su estado de
ánimo empeoró cuando soñó que una figura monstruosa le decía que “era el dueño
de esa casa y que no los dejaría en paz”. Cuando despertó, el televisor se
encendió solo. Poco después sucedió lo último. Ruth se despertó sobresaltada a
la 1:00 de la mañana, se sentó sobre su cama y vio salir una sombra del baño.
Creyó que era Luis, pero la figura, en vez de acostarse, salió de la habitación
sin abrir la puerta, y ella apenas tuvo voz para despertar a su marido. “Estoy
cansada de vivir aquí. Tenemos que irnos”, le dijo. Y Luis, que había visto lo
intranquila que se mantenía su esposa, accedió. La pareja vive ahora en San
Miguel Petapa, en una casa donde no pasa nada extraño.
La casa en la que vivieron los Grajeda está ubicada al final de la
calle principal del residencial y continúa vacía. Sus dueños, que nunca
vivieron allí, residen en Estados Unidos, y la encargada de rentarla cuenta que
en la casa solo han vivido dos familias: una que se mudó al cabo de un mes, sin
novedades, y los Grajeda. La casera está considerando realizar allí un servicio
religioso antes de que llegue un nuevo inquilino.
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